Se nos fue el Papa de la gente. El que caminaba despacito entre multitudes con una sonrisa honesta, el que prefería los zapatos gastados al lujo pontificio, el que nunca se creyó más que nadie aunque cargara una sotana blanca y todo el peso de la Iglesia sobre los hombros. Jorge Mario Bergoglio, nuestro “Pancho”, falleció este lunes 21 de abril a sus 88 años y el mundo entero lo sintió como un balde de agua fría en el alma.
Murió en la Domus Santa Marta, ese rinconcito del Vaticano que hizo suyo, lejos de palacios, entre libros, silencio y oración. Fue un derrame cerebral el que apagó su voz, esa que tantas veces nos sacudió con frases sencillas pero demoledoras. “¿Quién soy yo para juzgar?”, decía, y con eso rompía esquemas y abría puertas que llevaban siglos cerradas.
Y sí, las campanas sonaron como si lloraran. Desde Buenos Aires hasta Roma, desde las favelas hasta las grandes catedrales. El mundo entero se quedó en pausa por un rato, como cuando se te aprieta el pecho y no sabés bien qué hacer con tanto sentimiento. Porque con Francisco no se fue sólo un papa, se fue un símbolo de humildad, de lucha por los que menos tienen, de una Iglesia más humana y menos de mármol.
Pancho no era perfecto, y él lo sabía. Cometió errores, como todos. Le costó reaccionar ante los escándalos de abuso en la Iglesia, y más de una vez se vio sobrepasado por los propios demonios internos del Vaticano. Pero también fue el primero en pedir perdón, en mirar a los ojos a las víctimas y en sentarse a escuchar sus historias con el alma en la mano. Eso no se ve todos los días en alguien con tanto poder.
En sus 12 años como papa, no se cansó de desafiar al sistema. Sacudió a los conservadores, incomodó a los poderosos, habló de pobreza, de migración, del cambio climático y de la necesidad urgente de que la Iglesia dejara de vivir en su burbuja dorada. Pancho fue un pastor con olor a oveja, como él mismo decía. Se bajó del trono y se metió en el barro.
Fue el papa que viajó a los rincones olvidados, que visitó cárceles, hospitales, campos de refugiados. El que besó cicatrices, abrazó a los que nadie abrazaba y le hablaba al mundo sin rodeos, sin latín rebuscado ni dogmas indescifrables. Y en cada gesto, en cada palabra, dejaba claro que su iglesia era para “todos, todos, todos”.
Hoy, miles de fieles se reúnen en la Plaza de San Pedro, entre lágrimas y rosarios, entre celulares levantados y silencio profundo. Lo despiden con flores, con velas, con pancartas que dicen “Gracias, Francisco”. Lo velarán primero en la capilla de Santa Marta y luego en la Basílica de San Pedro, donde el pueblo podrá decirle adiós.
Pero el Papa no quiso grandezas. En su testamento dejó claro que quería descansar en una tumba sencilla, bajo la Basílica de Santa María la Mayor, con una sola palabra escrita sobre la piedra: “Franciscus”. Sin títulos, sin honores. Como vivió: humilde, simple y con el corazón puesto en los de abajo.
Pancho fue el primer latinoamericano en sentarse en el trono de Pedro, el primer jesuita, el primer Francisco, y probablemente uno de los últimos papas con ese nivel de cercanía. No tenía superpoderes, pero hizo milagros cotidianos: logró que la Iglesia volviera a ser noticia por su compasión y no por sus escándalos.
No se fue un santo, se fue un hombre. Pero uno que dejó huella. Que nos enseñó que la fe puede ser rebelde, que se puede rezar luchando, y que Dios —si existe— probablemente se parezca mucho más a Francisco que a cualquier otra figura celestial que nos hayan vendido.
Descansá en paz, Pancho querido. Tu pueblo no te olvida.